Entre cartas de papel sin mucho que decir, decidí dar una respuesta.
Me veía frente al tocador y mientras peinaba mi cabello. Conquistaba la ternura y endulzaba la inspiración que tentadora me llamaba a escribir. Mi cepillo viejo, casi como yo, me intentaba hacer llorar, me miraba fijamente como un cadáver y yo abusaba de él. Lo dejé delicadamente y con un poco de desdén, casi con miedo a sufrir como él. Recorría los objetos al rededor y todo esa danza desordenada que son mis pertenencias e intentar no reconocerme en cada una de ellas y en todo el conjunto a la vez, hasta que encuentro algo que no se me hizo familiar pero a la vez muy conocido: Yo. Era ese reflejo de niña boba que toca el espejo como si fuese abrirse al sólo contacto con los dedos, mágicamente. Pues, creo que mientras más lo toco más duro y frío se pone. Observo, ¿cómo un espacio lleno de tanto, puede estar tan deshabitado? Y las ropas negras, una seda de mala calidad y encajes del año de la pera, con un olor a guardado o más bien a escondido u oculto. Con arrugas que ya no son ni mías sino de todos, por todos, rugiendo por dentro la niña se agota, quiere llorar. Y con pesadumbre toco el piso. Veo el remolino del cielo acercarse a mi con cánticos de melancolía como bienvenida. Veo el cielo cada vez más y más cerca con ganas de absorberme, el universo quiere crecer, expandirse conmigo y voy cerrando los ojos, cerrando los ojos y me voy yendo al cielo a ser grande con él.
Cuando te tocan el espejo, hay que atender, la respuesta debe ser pronta y sincera.
